El día iba, poco a poco, perdiendo luminosidad para dar paso a un atardecer limpio; de esos otoñales dónde el sol, al ir ocultándose va cubriendo el lienzo que forman cielo y horizonte en multitudes formas y colores. El de ese atardecer tenía colores violetas y amarillos, y forma de olas de mar.
Gabriel estaba sentado en un banco del paseo, al lado del río, y miraba a poniente fijamente, aunque no estaba concentrado en la belleza del atardecer, sino sumido en sus pensamientos. Miraba pero no veía nada. A su lado estaban todas sus pertenencias de una vida, apiladas en un carrito de supermercado. Todo lo que poseía estaba allí, desorganizado u organizado en su desorden, según se quiera ver. A eso había que añadir, como posesiones valiosas, lo que tenía en los bolsillos de los harapos que, queriendo parecer ropa, llevaba puestos.
Sin darlo ninguna importancia, una niña de no más de 10 años, apareció y se sentó en el otro extremo del banco. Gabriel volvió la cara, que seguía inexpresiva, para ver cómo una niña tan pequeña se sentaba al lado de un vagabundo, y preguntándose cuantos segundos pasarían para que sus padres o sus cuidadores la recriminaran su osadía. Pero nadie la llamaba de momento. La niña también le miró con una sonrisa angelical.
– Hola, –dijo con voz suave–. Soy Eva, y usted… ¿Cómo se llama?
Gabriel no tenía ganas de responder. Posiblemente, ni la oyó. Sólo la miró y la sonrió, pero sin articular ninguna palabra, volviendo a los pocos segundos a sus pensamientos.
– ¿Cree usted cree que las cosas materiales que tienen las personas son importantes? –continuó la niña sin esperar la respuesta a su primera pregunta–. Yo opino que no, pero creo que usted piensa que sí, pues me parece que las lleva a todos los lados consigo, para que nadie se las quite – dijo mirando al carrito–. Creo – continuó-, que lo más importante sí que se lleva siempre con nosotros, pero no necesariamente en los bolsillos de nuestras ropas. ¿No cree usted lo mismo que yo? –le siguió preguntando intentando mirarle directamente a los ojos.
Gabriel volvió la cara para verla bien.
– Mi nombre es Gabriel, y haces unas preguntas muy extrañas a un desconocido ¿No te parece? – dijo por fin Gabriel mirándola, ahora sí, muy fijamente-. No creo que tus padres te permitan hablar con desconocidos.
– Precisamente son mis padres – dijo la niña mirando al cielo-, quienes me han enviado aquí para hablar contigo. Saben que me necesitas.
Gabriel no entendió sus palabras, pero no las dio mayor importancia. Y volvió a mirar al horizonte como si nada.
– Dime Gabriel, ¿Puedes decirme qué llevas en estos momentos en todos tus bolsillos? Y quiero decir, todo lo que llevas encima, y en “todos” tus bolsillos. No tienes por qué enseñármelo, solo decírmelo. –le preguntó Eva, que parecía no importarla para nada que prácticamente no la prestara atención.
– No creo que te interese –contestó Gabriel.
– Más de lo que crees. Además, te vendrá bien contárselo a alguien. Lo has guardado mucho tiempo para ti, y ya es hora de soltarlo y liberarte de su peso –respondió la niña.
Por algún motivo, esa niña le estaba empezando a caer bien. No la entendía y parecía en su manera de hablar de una edad muy superior a la que aparentaba. Era rara, no como las niñas de su edad, y decía y hacía unas preguntas muy extrañas. Pero quizás, por entretenerse o porque no tenía otra cosa que hacer, Gabriel empezó a sacarse lo que guardaba en sus bolsillos y a depositarlo muy cuidadosamente a su lado del banco, en el espacio que había entre los dos. Sacó, en primer lugar, del bolsillo izquierdo superior de su andrajosa cazadora, un papel. Es una carta, dijo. La última carta que me escribió. Está toda llena de reproches, pero es lo único que tengo suyo. Después sacó, del bolsillo derecho, un viejo reloj de cuerda y lo depositó al lado de la carta con sumo cuidado. Es lo último que me compré con mi propio dinero. Luego del mismo bolsillo sacó unas monedas y unos billetes de poco valor. Continuó con el bolsillo izquierdo bajo de la cazadora, sacando un tozo de madera que aparentaba ser un muñeco. Era el juguete preferido de mi hija. Lo depositó con mucho cuidado al lado de la carta. Continuó por los bolsillos del pantalón, sacando una pulsera de plata ennegrecida, que tenía un anillo incrustado en ella. Son mis desdichas, dijo. Las llevo para que nunca se me olviden. Y la puso al lado de los otros objetos. Del otro bolsillo del pantalón, sacó un pañuelo que en algún momento fue blanco, y que tenía bordada una G. No dijo nada de este objeto, sólo lo puso junto a los otros. Del bolsillo de atrás del pantalón, sacó una vieja cartera de la que fue sacando y dejando en el banco, documentos de identificación, dos viejas fotografías y algunas notas de papel. De las fotografías no dijo nada, pero comentó a la niña que las notas de papel eran pensamientos que se le ocurrían y los escribía para cuando volviera a verlas.
– Y esto es todo lo que tengo en los bolsillos – dijo finalmente-. Como ves, nada de importancia.
– No es cierto, – respondió Eva-. Son tus recuerdos y esos son únicos e importantes, estés donde estés. Pero sigues teniendo bolsillos que no me has mostrado.
En un movimiento casi automático, Gabriel sacó hacia afuera el interior de todos los bolsillos, como si mostrara a un público incrédulo o inocente, que no había truco de magia.
– No Gabriel, me refiero a lo que guardas en el bolsillo de tu corazón – continuó Eva-. Eso aún no me lo has mostrado. Si no sacas lo que llevas años guardando ahí, nunca estarás en paz. Muéstramelo y deja que salga. Libera ese bolsillo tan cerrado y deja entrar aire nuevo. Lo que pasó, pasó, y no puedes volver a revivirlo, pero debes liberarte de su peso, cuya carga no te corresponde. Ni ella ni la niña van a volver, pero han de vivir en ti libres y no aprisionadas. Gabriel – continuó hablando Eva-, déjalas ir en paz porque ellas te cuidarán.
Gabriel volvió la mirada hacia el horizonte dónde al sol ya sólo le quedaba una ligera rayita para ocultarse, y vio que la luna le pedía paso. Unas lágrimas brotaron de sus ojos. Lágrimas que llevaban años esperando salir pero que aprisionadas no habían podido. Volvió la cabeza a su izquierda buscando a Eva, pero Eva ya no estaba sentada a su lado. En su lugar había un dibujo en forma de corazón con las palabras “Sé feliz”.
Recogió sus pertenencias y las volvió a guardar en sus bolsillos. También guardó el dibujo, y se tumbó en el banco. Cerró los ojos y soñó, por primera vez desde hacía mucho tiempo, que era feliz.
Me alegro, porque eres difícil de contentar
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Me encanta, Sergio
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