La soledad allí era total. El único lugar que conocía, dónde cielo y tierra, o mejor, cielo y mar, se superponían y eran lo mismo. No se sabía dónde empezaba uno y dónde terminaba el otro, o al revés. La tenue luz de una luna menguante, y la aún más tenue de los cientos de estrellas, no eran suficientes para ver bien, y hacían del lugar un paraíso para la meditación.
Sentado en medio de su pequeña barca, y con la única vela ya arriada, sólo pensaba. No tenía frío, aunque lo hacía. Las olas en sus remolinos revolvían la espuma en forma de corazón y parecían querer decirle algo, hablar con él: ¡No estás solo!…, ¡Estamos aquí, contigo!…, ¡Sabemos tus pensamientos y lo que atormenta tu alma y tu corazón! No te sientas triste…, seguían diciendo; grita y canta con nosotras, porque esa tristeza que hace sufrir tu corazón, sólo es un camino pasajero que conduce hacia tu felicidad.
Ahí, resiliencia ✊ (o apencar, que se decía en tiempos históricos 😉)
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