A los ojos de los transeúntes podía parecer que era una mujer más que se ha detenido a mirar un escaparate. Y así era en realidad. Pero lo que no podía saber nadie es lo que estaba mirando en él. Y no eran los modelos de zapatos, botas o sandalias que se exponían.
Era cierto que esa tarde Natalia había salido de compras, y para dar un paseo; e indiferente y despreocupada se acercó a mirar un escaparate cualquiera de la calle. Y se quedó mirando, con curiosidad, el reflejo de su imagen en el cristal.
Se había peinado y arreglado como cualquier día, ante el espejo de su baño. Pero ahora, tan sólo una hora después, ya no se reconocía. Notó más intensas las arrugas de la frente, del contorno de los ojos y de la boca, y su pelo cambiado. Por caprichos del destino, vio allí, claramente, en el cristal del escaparate, el reflejo de su corazón; de cómo había desperdiciado su vida con un trabajo rutinario, una persona de la que no estaba ya enamorada, amigos que no la llenaban, e hijos que la consumían. Se sintió tan desdichada que alguna lágrima salió de sus ojos y, disimuladamente, recorrió las arrugas de la cara. Y tomó esa decisión que debía haber tomado hace muchos años.
Me alegra saber que sigues escribiendo, Sergio, aunque no tanto este servicio que le has prestado al bando del desencanto. Espero que pronto vuelvas a hacer apología de la ilusión, la fantasía o la esperanza. O, en el peor de los casos, de la nostalgia. El desencanto, mayor o menor, más temprano o más tardío, se nos supone a todos, pero, como dijo Montaigne, mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayor parte de las cuales nunca ocurrieron. Problemas del primer mundo.
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Hola Julio, pero las mías…, si han ocurrido. Gracias de todas formas por tu comentario y tus ánimos. Intentaré escribir más a menudo, pero no prometo nada.
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