Estaba sentado ya en su asiento, cuando el tren inició la marcha para su viaje de vuelta. Miraba por la ventanilla los paisajes, acercarse y alejarse…, pero no veía nada. Su mente aún seguía anclada en el andén, contemplando la tierna luz que irradiaban sus ojos, la calidez de su mirada, su permanente sonrisa, su boca, su presencia…
Estar en esa especie de ensimismamiento o ilusión permanente, le proporcionaba la sensación de que era, al fin, feliz. Se sentía feliz. Y quería que el viaje fuera eterno, porque sabía que cuando llegara a la estación de destino, la magia desaparecería.