Relato ambientado en el Museo Arqueológico de Córdoba. 2015.
Mithra estaba triste y feliz a la vez. Sí, ¡Era ella! Estaba completamente seguro. Por muchas copias o reproducciones que le pusieran delante de sus ojos, nunca olvidaría el original. ¡Pero alguien la había hecho daño! Verla así..., mutilada, le hirió profundamente. ¡Su espada no tendría piedad si llegaba a descubrir quien había osado profanar su memoria y poner sus manos sobre ella! Sin embargo, a pesar de su deterioro, para él, era, sin duda, la Afrodita que había alegrado sus días y sus noches, hacía mucho…, mucho tiempo.
El poderoso Dios persa recordaba, como si fuera ayer, cuando la colocaron, justo a su frente, en el peristylum de esta Villa de Córduba Colonia Patricia, en la que moraba. Hasta su llegada, el hermoso jardín que se abría alrededor del pórtico de columnas, lleno de flores y hermosas plantas, arbustos y helechos a cual más frondoso y bien cuidado, no le inspiraba. No se sentía más que un trozo de mármol blanco, inerte. Ver pasear a vulgares moradores y visitantes entre las columnas circundando la estancia, a paso lento y cansino, le molestaba. Ni siquiera la fiesta que en su honor celebraban, en el solsticio de invierno, le hacía sonreír.
Pero a su llegada, todo cambió. Los verdes de las hojas eran más verdes. Verdes de todas las tonalidades: verdes claros..., verdes oliva..., verdes esmeralda…; y los amarillos más dorados y cálidos…; y los azules parecían zafiros, y hasta los del cielo eran más brillantes y luminosos…; incluso las nubes que viajaban guiadas a capricho por el viento, ahora se paseaban despacito para verla y admirarla. Ni siquiera las aguas frescas, claras y diamantinas del estanque y de la fuente central del hermoso patio, lograban eclipsar su belleza y hacerla competencia.
De la misma manera, los señores de la Villa y sus invitados, tranquilamente sentados en los bancos de la exedra que se abría al peristylum, no dejaban de mirarla. Igual hacían mujeres, esclavos, criados y sirvientes ¡Qué osadía! – pensaba- ¡Con ganas mi espada dejaría de apuntar a este bravo toro, para hundirla en sus corazones!
Pasados los primeros días, se conocieron, y poco a poco, con esas miradas furtivas, a pesar de estar situados en lados opuestos del jardín…, se enamoraron. O al menos él, Mithra, se enamoró. ¡Nada tan bello volverá a salir de la espuma del mar, diosa del amor y la belleza! ¡Oh, mi dulce Afrodita! Sé que te disgusta el color de la sangre que emana del toro que sacrifico, pero es sangre purificadora. Me da fuerzas para vencer las tinieblas, la oscuridad y la maldad. No en vano los hombres me llaman Sol Invictus, y me adoran como dios del Sol y de la amistad.
Pero estos hombres de hoy –pensaba en voz alta- no son como los de entonces, siglos atrás. No. Son más crueles. Saben que estuvimos unidos, que compartimos estancia en la Villa, días gozosos y noches divinas, y ahora…, a pesar de la alegría de reencontrarnos, nos retienen en salas distintas. ¿Por qué? ¿Por qué me privan, conscientemente de la dicha de poder contemplarte? ¿Acaso no sientes tú lo mismo, mi Afrodita? Hasta esta fría y lúgubre estancia en que me tienen recluido, me llega tu olor, y sólo él me reconforta. Pero también me llena de furor y de celos por no estar a tu lado.
Cuando fugazmente te vi, durante el breve momento en el que me trasladaban a esta, mi nueva morada, pude, sin embargo, contemplar que no has perdido tu belleza, ¡oh, mi dulce Afrodita! Pero también advertí que conservas tu timidez. Sigues esquivando la mirada, fija hacia el suelo. ¿Es por mí? ¿O es por nuestra separación? ¡Mi dulce Diosa! ¡Si sabes que yo te adoro! ¿O es que no quieres que esos hombres, vulgares mortales, descubran tu pudor en tu desnudez? Más no creo que eso te importe. La belleza no puede ocultarse. Cualquier rasgo, por nimio o simple que sea, la delataría.
Y aquí estoy yo…, ahora, impotente y abatido. Yo, que he perdido mis poderes y no puedo llegar a tu lado. ¿Ser Dios…, para qué? ¿De qué me sirve encerrado en este mármol blanco? Sólo espero que mi alma inmortal, y mi fe, influyan y penetren de alguna forma en las mentes de estos mortales que habitan esta Villa sin gusto, que llaman Museo, vean el daño que nos hacen, rectifiquen y me trasladen a tu lado. Y así, juntos, podamos revivir aquellos dulces momentos. No importa que ya no tengamos flores, ni fuente, ni estanque, ni peces, ni cielo, ni sol…, pues todo eso…, y mucho más… ¡eres tú!
Cansado en su desesperación, Mithra se sume en un profundo sueño. Sueña que un escribano ha recogido sus pensamientos y que plasmados en un manuscrito se los muestra al Dios creador, que, benévolo, hará que mañana, cuando se despierte, su deseo de morar eternamente al lado de su Afrodita se haga realidad.