
EN UN LUGAR DEL CORAZÓN DE ALEX
Miro por la ventana del cuarto en el que me he auto-confinado. Estoy solo y no me apetece salir. Miro y veo luces, que tímidamente empiezan a destacar sobre el fondo del anochecer que empieza. Poco a poco, la silueta de las casas se desvanece, y empiezan a tener múltiples pupilas brillantes, cual ojos de gato, perfectamente alineadas en posiciones horizontal y vertical…, o formando diagonales…, o trapecios…, o cualesquiera figuras geométricas variadas. Las ventanas-ojos de gato comienzan su particular melodía de luces. Unas bajan los párpados, y se apagan…; otras los suben, y se encienden. Ahora dos a la vez. Luego la de la derecha haciendo rabiar a la de la izquierda, que, molesta, deja de lucir un rato para luego, cuando cree que nadie la ve…, volver a mirar de reojo y lucir nuevamente.
Poco a poco mirando este juego, me voy hipnotizando solo. Pero estoy muy a gusto. Me relajo y me da por pensar. ¡Oh, iluso! ¡Qué atrevimiento! Y me digo lo mismo que muchos se han dicho antes y todos nos decimos ahora. Que en esta era actual, sociedad cruel y egoísta, ya no hay personas inocentes; personas que se ilusionen con un ideal, y hagan de él el objeto de su vida. Personas que, sin desear recibir nada, lo dan todo. ¿Existen? No. Ya no existen. Y me digo que quizás nunca han existido. Personajes míticos, valerosos, honestos, sinceros, desprendidos y todo corazón. Solo son personajes de cuentos, relatos y novelas, o imaginaciones y creaciones de escritores con mentes privilegiadas.
Pero algo en mí, de repente, me recuerda que no tengo razón. Que si han existido, y que existen también, ahora, en muchos lugares del mundo. Personas como mi amigo Alex, de carne y hueso, capaz de enderezar entuertos, gritar todo lo alto que dé su garganta para defender a un amigo, tener una palabra amable, no recordar agravios ni ser rencorosos, arrancar sonrisas…, y, sobre todo, dar lo máximo que su gran corazón les permite. Sin pedir nada a cambio.
Y me pongo a recordar…
Aunque, aparentemente en su aspecto físico y externo, sí lo parezca, Alex no es un niño normal. Su mente no procesa los datos y estímulos externos como la de las demás personas. Si es difícil de comprender para un adulto, aún mucho menos para el niño que yo era entonces. Posiblemente, creo, tendría alguna enfermedad de esas que ralentizan o retroceden el aprendizaje, y que se describen como enfermedades de tipo mental. Posiblemente. Pero lo que sí es fácil de explicar, y no necesita de ninguna conjetura ni explicación científica, es que Alex era el amigo ideal. La palabra o el concepto amistad, entendida como él la interiorizaba, cobraba todo su sentido cuando estabas a su lado.
Sólo teníamos 7 años. Bueno, para ser correcto, yo era el que tenía 7 años. Alex era algo mayor, aunque nunca supe cuanto. Andaría por los 9 ó 10 años. Jamás me importó, ni a mí, ni a él. Simplemente éramos amigos.
Por descontado, yo también tenía amigos de mi edad, tanto compañeros de la escuela como vecinos y niños del barrio y otras casas próximas; aunque la zona del pueblo dónde vivía no podía llamarse barrio…, barrio, pues mi casa estaba a las afueras…, en el final del pueblo, y sin un conjunto de casas a su alrededor que le dieran la forma de lo que todos entendemos por barrio o barriada.
Sin embargo, creo que Alexno tenía muchos. Es decir, creo que no tenía ninguno, con mi excepción. Pero tampoco creo que porque careciera de otros amigos, a mí me quería tanto. Él era así, con su gran corazón, y sobre todo, sin maldad ninguna. Si no tenía amigos era porque los demás niños lo rechazaban, no por su causa.
Recuerdo que tenía un hablar y un tono de voz muy particular para nuestra edad; sonaba ni de niño, ni de mayor, y con un acentillo como de canción alegre, ¡porque siempre estaba alegre! También sus andares eran únicos. Se ladeaba al andar de una forma peculiar, girando también un poco el cuello y la cabeza. Es decir, se movía de frente, como todos, pero con pequeñas contorsiones a los lados para equilibrarse. ¡Era inconfundible!
Por otra parte, nunca lo vi triste. ¡Nunca! ¡Nunca! Y, por encima de todo, su compañía me hacía feliz. Disfrutaba cuando me contaba cualquier historia que a nadie se le ocurriría. Inventadas, por supuesto, pero entonces parecían verdaderas aventuras.
A Alex, todo le parecía interesante; cualquier situación, objeto, bicho, persona o frase, que a los demás nos parecía una tontería, él encontraba la curiosidad o el “algo” que a todos pasaba desapercibido, y construía un pequeño acontecimiento: una grieta descubierta en una pared de adobe…; un grupo de pajarillos disputándose una miga de pan…; un corrillo de mujeres sentadas en el resquicio de un puerta…; los caminos que hacían las hormigas con los granos de trigo bien sujetos a sus pinzas de la boca… Cualquier cosa era motivo de historias graciosas y de ratos agradables con los que pasar el tiempo.
Pues bien, justo ese año, cuando yo cumplía 7 años, tuve una enfermedad rara. Tenía debilidad o flojedad en los huesos, por lo que mis padres me llevaron a la ciudad, y el médico, tras hacerme las pruebas que entonces consideraban necesarias, me escayoló – como si fuera una estatua – toda la cintura y la pierna derecha, hasta el tobillo. Por esa razón, durante los meses que van de enero a abril, no pude asistir al colegio y tenía que estar siempre tumbado en la cama.
Mis padres, para que me sintiera animado, me pusieron un colchón-cama en el salón-comedor, que era dónde hacíamos la vida, para que pudiera ver nuestra espléndida televisión de blanco y negro (a la que poníamos una especie de filtro de colores que se colocaba delante de la pantalla, y parecía que veías la tele en color). ¡Eso sí!, los colores siempre eran los mismos y estaban siempre en la misma parte de la pantalla. ¡Pero a Alex y a mí, nos gustaba así!
Postrado en la cama, me aburría mucho. Parte del día me pasaba intentando meter una aguja, de esas de hacer punto y tejer lana que tenía mi madre, para rascarme los picores de la escayola. También leía tebeos de El Guerrero del Antifaz, que me traía mi padre, hasta que mi hermano pequeño venía de la escuela, el cual, aunque solía incordiarme bastante, me ayudaba a pasar el tiempo.
El caso es que, casi todos los días, por no decir todos, recibía la visita de Alex. Sólo él me venía a ver y pasar la tarde conmigo. Ignoro si sus padres lo sabían, porque en esa época los padres no tenían ni idea de dónde estaban sus hijos cuando salían de la escuela hasta que llegaba la hora de la cena, pero Alex era fiel a su amigo. Con su inocencia y bondad sincera, se pasaba horas haciéndome reír, contándome cosas del colegio o me llevaba pequeños regalitos insignificantes, pero que para niños de nuestra edad eran verdaderos tesoros. Aún conservo, y la guardo como una joya, una pequeñísima copa o trofeo deportivo, una miniatura de no más de 4 centímetros de altura, que por aquellos días me regaló. ¡Un tesoro así era, para cualquier niño de nuestra edad, algo que jamás daríamos a nadie! Sin embargo Alex, todo cariño y gratitud, me lo regaló como si nada.
Con el paso de los años, yo seguí progresando en mis estudios, cambiando de curso acorde a los niños de mi edad; pero Alex, supongo que debido su enfermedad, se fue quedando atrás y algo aislado, al no poder progresar como los demás. En esos años, siempre que me veía me seguía sonriendo, como si no hubiera pasado el tiempo, pero yo, cruel como cualquier niño, aunque hablábamos y nos saludábamos siempre, fui, poco a poco, apartándome de él. Le relegué de mi pandilla de chicos, y fuimos separándonos.
Han pasado más de 30 años, y no hace mucho que Alex ha fallecido. Supongo que su corazón ya no daba más de sí, o la progresión de su enfermedad llegó a su final.
En su funeral no pude por menos pensar que jamás tendría un amigo más fiel, honesto, bondadoso, sincero, y que se mereciera más mi amistad, como fue Alex. Una persona que no veía si hacía el ridículo o si esto o aquello estaba bien o mal visto. Una persona que solo veía lo bueno de los demás…, porque solo era capaz de dar lo bueno que tenía. Un verdadero Quijote de carne y hueso, al que, igual que otros muchos anónimos “caballeros andantes”, todos consideraban no normal, loco, o fuera del mundo real.
Y yo, al igual que otros muchos, fui un cuerdo. Si, creía que era una persona normal. De las que no se salen de la raya marcada. De las que cumplen las reglas. De las que.., es mejor no decir nada.
Ya es tarde para reparar mi error, aquí, en el mundo real. Al igual que el verdadero Don Quijote, con la muerte he recobrado el juicio. Pero no ha sido con la mía, sino con la suya. Con la de mi pequeño héroe.
Sin embargo, estoy seguro que Alex no me lo tendría en cuenta, y que me seguirá sonriendo, de igual forma que siempre, si, recobrando la locura, tuviera la suerte de encontrarle en el más allá.
La noche está ya muy cerrada, y no han dejado de abrir y cerrar los ojos de gato las ventanas. Las luces de las farolas dan al ambiente un tono de oro cálido.
La mía está abierta y entra una suave brisa que me refresca la cara y ayuda a secar las breves lágrimas que se han deslizado, sin querer, sin pedir permiso, y con total impunidad, por las colinas de mis mejillas.
Pero estoy contento. Siempre que viene a mi memoria aquel pequeño Quijote, me produce una sensación interna de increíble tranquilidad y sosiego. Sé que es obra de Alex, porque aunque no me porté bien, él no quiere acordarse de eso, y como hermano mayor, sigue cuidando de mí.
Saludos, Sergio. Sólo decirte que te sigo con atención e interés, viendo cómo en tus relatos aflora el lector de los clásicos o de las aventuras decimonónicas, pero que realmente alcanza su cumbre de emotividad en los sentimientos de primera mano como los que expresas en este relato. Espero que prosperes en esta afición y que se incremente el número de tus seguidores. Un abrazo.
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Gracias Julio. He estado poco activo ultimamente, porque estoy en depre. Pero tenemos que quedar. Ya te llamaré. Para que me ayudes a mejorar la imagen del blog.
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Impresionante Sergio. Que chulo. No sabía que escribías así. Los correos de aquellas no eran así 😉 un abrazo
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