Cayó rodando escaleras abajo, como un bulto inerte. En el descansillo se levantó, pero al siguiente peldaño volvió a tropezar y a caer, rodando y golpeándose de nuevo. No sentía daño ni dolor. Al incorporarse, siguió bajando y corriendo lo más veloz que podía, las escaleras que aún le quedaban hasta la puerta. La abrió y salió a la calle sin mirar atrás. Corría como si no tuviera peso, o más bien, flotaba y se deslizaba sobre la calzada. Sólo quería alejarse, alejarse, alejarse.
Con los ojos desencajados y la mirada fuera de este mundo, llegó a su cuarto. Entró. Los escalofríos, la angustia y el miedo los tenía metidos hasta dentro del alma. Fue directamente al aseo y vio en el espejo que la sangre le cubría la cara. Ni siquiera la había notado. No tenía dolor físico.
Lo notaba, no estaba sólo. El silencio, que le atronaba los tímpanos, y el aire en calma, le gritaban palabras que no entendía, para decirle que su perseguidor estaba ya allí. Cuando vio su pálida figura reflejada en el espejo, quedó paralizado. Una vez más, no había podido escapar de sí mismo.
Saludos, Julio. Otro paaa ti.
Me gustaMe gusta
Si, a veces uno mismo es el peor enemigo… Un abrazo, Sergio.
Me gustaMe gusta